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Limoncello

ojos de agua

ojos de agua

Arístides se sentaba todas las mañanas en el quicio de la puerta de enfrente de la casa de María, con sus zapatillas roídas y de un marrón descolorido por el desdén del tiempo. Adornaba su estirada figura con una bata azul oscura y pespuntes blancos con un escudo en el bolsillo delantero. La imagen de todas las mañanas era su semblante taciturno al pasar junto a su figura impertérrita camino del trabajo. Miraba siempre al cielo ensimismado y jamás cruzaron las miradas en esos dos años de movimientos automáticos matutinos. Solo una vez María pudo escuchar a una vecina que le increpaba a modo de interrogación que si buscaba una borrasca de tanto mirar arriba, que se iba a quedar sin cuello.

 

Pasaron días de lluvia torrenciales y Arístides no asomó su nariz afilada tras su umbral durante dos semanas. Y tras ellas vino una sorpresa para María. Fue justo aquella mañana que se había adornado el rostro con ese khol de color verde agua que le habían traído de Marruecos. Sus ojos en un movimiento reflejo no podían evitar el portal de la casa de Arístides. Incluso había días en que reparaba segundos después de haber pasado, que no sólo miraba buscando el perfil del anciano sino que de la frutería de al lado asomaba aquella caja de tomates relucientes independientemente de la estación del año, y que siempre lucían redondos e inmaculados, sin aristas, homogéneos y rojos por todas sus curvas, henchidos a base de congelación artificial. De tal forma que la huella de su memoria inmediata los hacía aflorar en su retina tras haber recorrido casi la manzana entera casi minutos después. En esos momentos de conciencia, Maria se preguntaba obsesivamente un día tras otro los mismos cuestionamientos autómatas y que escapaban a su voluntad. Pero el caso es que siempre un color rojo alumbraba al arco iris de su pensamiento asociativo.

 

Esa mañana de repente al girar la cabeza y encontrar aquel hueco vacío nuevamente y volver a su posición de caminante al amanecer, una cuerda de la que pendía una bolsa de plástico vacía casi le sacude en el rostro. Solo el instante necesario para evitarla en un giro ágil y acelerado le devolvió en el siguiente tramo del trayecto al desconcierto del sentido de aquel objeto colgante. Se preguntó cual sería el motivo de aquella bolsa informe y vapuleada por el aire y chorreando goterones pesados de estar en medio de la calle a modo de reclamo surrealista. Al día siguiente repitió la misma operación sin ser consciente pero esta vez se paró unos segundos para adivinar que de la barandilla del balcón del primero se hallaba anudada la bolsa pero esta vez contenía algo en su interior que no lograba vislumbrar claramente. Pero ante cualquier asomo de perder su cronometrada trayectoria al trabajo, decidió proseguir hacia su destino.

 

Las mañanas se seguían sucediendo una tras otra y en una de esas ocasiones pasó de largo pero sin poder evitar advertir la existencia de un periódico en aquel receptáculo ya familiar ante sus ojos.  Y tras un mes de permanencia de este nuevo paisaje vespertino , la rutina se instaló en su memoria de peces involuntarios. Y un día su mente dejó de jugar a las adivinanzas para resolver que la bolsa era un tomate más en su camino.

 

Dos meses después, buscando a su gato perdido y llamándolo detrás de la tapia del convento de Santa Clara, María encontró un gato negro con el hocico metido en una bolsa tirada en medio del patio. El felino arañaba los últimos restos de comida que convertían el plástico en un material carcomido por los vahídos de los caducos restos orgánicos. Al instante apareció su gato naranja que corrió al encuentro de su compañero. María lo llamó con los ojos resplandecientes de alegría pero el animal se dedicó a juguetear con la cuerda que asomaba tras la otra silueta depredadora y hambrienta.

 

Sus ojos se poblaron de lágrimas como en un llanto inútil y desbordado, como una presa fracturada en las inclemencias del tiempo. El cielo estaba cerrado, agarrotado en sí mismo, y comenzaban las primeras gotas a resbalar por las pestilentes basuras amontonadas entre la tierra del espacio delantero del edificio aún en ruinas, aunque en desolado proceso de restauración. Su gato que odiaba el agua, salió en estampida a esconderse debajo de un coche.

 

1 comentario

Fernando -

precioso
ten buena noche